Claudia Rugamas
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“A pesar de todo, sigo luchando”
Soy Claudia Rugamas de El Salvador, nací en 1980, en el departamento de Santa Ana, crecí en una aldea rural, en el campo. Soy hija de una familia numerosa. Fuimos 8 hermanas y hermanos, con el tiempo cada uno de ellos y ellas empezaron a salir de casa, algunos se casaron y otros se fueron a trabaja a la ciudad de Santa Ana.
En mi país hubo una guerra, cuando ocurrió, yo era pequeña, pero recuerdo muchas cosas, entre ellas que pasaban los aviones a bombardear por las montañas cercanas, y eso era traumático para todos los caseríos que estaban cerca de esas zonas y por ese motivo la gente se salió de esos lugares. Mi papá también fue víctima de la represión, una vez, el ejército se lo llevó secuestrado y estuvo una semana… no sé lo que le hicieron. A finales de la década de los 80 se empezó a hablar de paz, y en 1992 se logró firmar los Acuerdos de Paz. La guerra nos dejó muchas personas desaparecidas por el ejército, eso fue y sigue siendo muy duro. El país quedó bastante destrozado, y mucha gente migró antes y después de los Acuerdos de Paz. La mayoría de la migración se fue para Estados Unidos.
Yo viví en el campo hasta los 14 años, luego me fui con mi hermana a la ciudad de Santa Ana, y ahí estudié. Cuando cumplí los 18 años, fui madre soltera, a los 23 años, nació mi segundo hijo. Estuve viviendo con el padre de uno de mis hijos, pero a los pocos años nos separamos porque él empezó a tomar licor y empezó a ser violento conmigo y decidí dejarle, no quería vivir una vida de violencia. Con mis padres nunca viví una situación de maltrato y yo no quería un hogar violento tal cual se estaba dando ya en ese momento, por lo que dejé esa relación y me fui a vivir con mi madre al caserío donde había crecido de pequeña. Después de eso ya no quería volver a acompañarme con otro hombre, y decidí criar a mis hijos yo sola. Tenía miedo de volver a vivir violencia. Para ese momento mi padre ya había fallecido. Unos años más tarde también murió el padre de mi hijo mayor.
Después de un tiempo nos fuimos a vivir otra vez a la ciudad de Santa Ana, ahí conseguí mi primer trabajo en una fábrica que hacía ensamblajes de coches. Trabajábamos bajo presión, teníamos que sacar la producción que el jefe nos ponía costara lo que costara. Trabajábamos 8 horas de pie, era muy duro. Teníamos que pedir permiso a nuestro jefe para ir al sanitario y también para ir a tomar un vaso de agua y no nos podíamos pasar del tiempo porque nos decían que era una pieza que se perdía. Recuerdo que recién llegada, yo lloraba, mis dedos y mis manos se me inflamaban de tanto tocar alambre de cobre, es un material muy duro. Con el tiempo me fui acostumbrando y se me hicieron callos en los mis manos. Las mujeres empezamos a sufrir dolores por las varices inflamadas por trabajar tantas horas de pie, otras mujeres se enfermaron de infección de los riñones, de dolores musculares. A veces me tocaba hacer turnos de noche, entraba a las 6 pm y salía a las 6 am, y el turno apenas llegaba a 12 dólares. En esa fábrica trabajé 6 años con un salario de 300 dólares mensuales. Pienso que actualmente, aunque hubiese seguido ahí, ya me habrían despedido, porque a mis 41 años no es fácil estar de pie todo el día en esas condiciones laborales. A la mayoría de las que entraron en mi grupo ya las han despedido porque ya no sacan la misma producción, ahora son jovencitas de entre 18 a 25 años, porque a esa edad se tiene más energía para aguantar esa explotación que nos hacen a las mujeres. A nosotras nos ponían y nos ponen un trabajo muy duro, y a los hombres les daban otros trabajos menos difíciles. Las mujeres siempre nos llevamos la peor carga y el peor salario. Por otro lado, en la fábrica hay mucho acoso sexual, empezando por los jefes. Tenías que aceptar cualquier cosa para ganarte un mejor puesto.
Después de trabajar 6 años en esa fábrica ganando un salario de 300 dólares, que no me alcanzaba para mantener a mis hijos y otras necesidades, en el año 2016 decidí migrar al Estado español, donde estaba una de mis hermanas.
Cuando llegué al País Vasco trabajé en una casa como “interna”, o sea que trabajaba en una casa y ahí dormía. En el 2017 vino mi pareja, pero mis hijos aún estaban en El Salvador. Ese año fue muy duro porque los pandilleros amenazaron a mi hijo cuando este iba a la escuela. A raíz de eso, mi hijo tuvo que irse a otro municipio. Yo sufría mucho pensando en la situación de riesgo que estaban pasando. En ese mismo año, asesinaron a mi prima, a su hija de 4 años, a su esposo y otro vecino. Hasta ese momento, en mi familia nunca habíamos sido víctimas de las pandillas, pero ese año vivimos la situación de manera cercana, casi peor que en la propia guerra. En el año 2019, logré traer a mis hijos dejando sola a mi madre y en ese mismo año mi madre enfermó y falleció en el 2020, ya no pudimos volver a estar juntas. Ahora estoy con mis hijos.
Actualmente sigo en el País Vasco y me he rebuscado para salir adelante. He logrado sacar unos cursos con mujeres migradas, en el Centro Ellacuría, también participé en un grupo de mujeres migradas en Getxo, y estoy por terminar un curso de “socio sanitario en domicilio”. Llevo 5 años de estar en el País Vasco y no he logrado encontrar una oportunidad de tener un contrato de trabajo. A veces me invade la indignación porque van pasando los años y yo sigo en una situación irregular. Pienso en mis hijos y veo que el panorama es muy complicado para poder tener por fin una residencia.
A pesar de todo, sigo luchando y sé que después de haber vivido muchas cosas, como una guerra, violencia sexista, la explotación laboral de la fábrica en la que trabajé, la violencia social de las pandillas, la vida sigue y tengo la esperanza de que las condiciones de nuestra vida pueden cambiar y los derechos humanos básicos sean una realidad.
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